El ateísmo lleva inexorablemente a la inmoralidad
Cartas de lectores
Este texto no es una condena al individuo que duda o no cree, sino una advertencia sobre el precio que paga una sociedad cuando el poder se divorcia de lo sagrado
Houston (Texas)/En un mundo que presume de avances científicos, libertades ampliadas y conquistas materiales, se extiende silenciosa una carencia esencial: la ausencia de Dios. Esta ausencia no es solo religiosa; es moral, espiritual y profundamente humana. Cuando el Estado renuncia a lo trascendente, cuando se arroga el derecho de borrar a Dios del alma colectiva, algo se rompe: el eje moral del hombre se desplaza, y con él, su capacidad de distinguir el bien del mal. Este texto no es una condena al individuo que duda o no cree, sino una advertencia sobre el precio que paga una sociedad cuando el poder se divorcia de lo sagrado.
Sí, ya sé lo que muchos dirán: “Hay ateos con dignidad, con principios éticos e incluso con vidas ejemplares”. Y es cierto. No se puede negar que existen personas sin fe religiosa que han heredado, por cultura o educación, un sentido del bien y del mal. Pero la tesis que propongo no se dirige a los individuos, sino al Estado ateo, a esa estructura de poder que se declara oficialmente sin Dios y que impone su cosmovisión a la sociedad.
Ese Estado, al negar a Dios, elimina también la noción de una moral objetiva. Sustituye el alma por la ideología, la conciencia por la obediencia, y la compasión por la conveniencia política. Lo hemos visto con crudeza en los regímenes comunistas del siglo XX: la URSS, la China maoísta, la Cuba castrista, Corea del Norte. Sistemas que, al desechar la espiritualidad, terminaron erigiendo ídolos humanos y fabricando dogmas inamovibles, aún más cerrados que los religiosos.
Porque, ¿qué ocurre cuando se elimina a Dios de la vida pública? Se elimina también el fundamento del bien absoluto. Sin Dios, todo se vuelve relativo. Como advirtió Fiódor Dostoyevski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Esa frase no es solo literatura: es una radiografía de lo que ocurre en sociedades materialistas. El poder sustituye a la verdad, y la ética queda sujeta a los fines del sistema.
La educación en un Estado ateo degenera en adoctrinamiento. No busca formar seres humanos libres, sino engranajes útiles
La educación en un Estado ateo degenera en adoctrinamiento. No busca formar seres humanos libres, sino engranajes útiles. Se mutila la conciencia espiritual, se niega el alma, se entroniza al Estado como suprema autoridad. Así, la moral desaparece, o peor aún, se convierte en un instrumento de control.
El resultado es visible: generaciones sin brújula, pueblos sin esperanza, individuos desarraigados. Lo hemos vivido quienes padecimos dictaduras materialistas que abolieron la fe, no para liberar al hombre, sino para someterlo aún más. Porque el hombre necesita a Dios, como el ave al viento. Incluso quienes dicen no creer, a menudo apelan a una “energía universal”, a una “fuerza” que todo lo gobierna. No saben que esa “energía” es ya una afirmación espiritual: el eco de una intuición que no se apaga.
La ciencia, lejos de negar a Dios, lo confirma en su orden y belleza. Albert Einstein lo expresó con claridad: “Quiero conocer los pensamientos de Dios, lo demás son detalles”. Y Paul Davies, físico contemporáneo, afirmó: “Cuanto más examinamos el universo, más evidencia encontramos de que el universo, en cierto sentido, sabía que íbamos a venir”.
La Creación no es producto del azar. El universo revela un diseño, una inteligencia, un propósito. Negarlo es una elección, no una verdad científica.
El comunismo, al proclamar que el hombre se salva solo mediante el Estado, negó lo trascendente, y con ello, profanó la moral. Redujo al ser humano a materia, a número, a función. Su consecuencia fue el terror, el hambre, la censura, los campos de trabajo forzado. Porque cuando se borra a Dios, se borra también la dignidad del hombre.
Ese fue el gran error de los comunistas: negar a Dios y pretender rehacer al hombre desde el materialismo. El supuesto “Estado proletario” –título pomposo, vacío de verdad– terminó en ruina, represión y miseria espiritual.
Negar a Dios es negar también la sacralidad de la vida, el misterio del alma, el deber de amar al otro como a uno mismo
Negar a Dios es negar también la sacralidad de la vida, el misterio del alma, el deber de amar al otro como a uno mismo. Es abrir la puerta a la barbarie moderna: la del relativismo moral, la del poder sin límites, la de la conciencia amputada.
Así las cosas. Por eso lo afirmo con convicción: el ateísmo, cuando se impone desde el poder, conduce inexorablemente a la inmoralidad. Destruye los fundamentos de la ética, de la libertad y de la justicia. Solo con Dios como referencia última puede florecer una moral sólida, una compasión verdadera, una libertad con raíces.
Dios no es un límite a la razón: es su plenitud. Dios no es un obstáculo al progreso: es su origen y su destino. Y solo cuando una sociedad reconoce a Dios como fuente de su moral puede aspirar a ser verdaderamente humana.