Una cuchara, un par de botas y un pequeño radio: el presidio político a través de los objetos

Los prisioneros políticos se aferran a esas cosas que les dan calor, ánimo y fortaleza para seguir viviendo

Imagen de archivo del líder opositor Alexéi Navalni. (EFE/EPA/Yuri Kochetkov)
Imagen de archivo del líder opositor Alexéi Navalni. / EFE/EPA/Yuri Kochetkov

La Habana/Un prisionero político cubano, condenado durante la Primavera Negra de 2003, me contó que había logrado tener en la cárcel un diminuto radio que escondía entre sus pertenencias y con el que podía enterarse de lo que ocurría más allá de los muros del centro penitenciario. Un día, en una exhaustiva requisa de los guardias, aquella preciada posesión fue encontrada y confiscada. El reo recibió como castigo, por tener ese pequeño dispositivo, una paliza y varios días en una celda de aislamiento.

Los objetos que los presos atesoran son parte del estrecho universo en el que han sido confinados. Si se trata además de alguien condenado por sus ideas, esas cosas que lo rodean en la cárcel se convierten también en un apoyo emocional y en parte de su crecimiento como activista. No en balde los libros, la correspondencia y todo aquello que contenga palabras e información está en la lista de lo más censurado por los carceleros. Un volumen con anécdotas históricas, una novela sobre algún paraje lejano o un compendio de reflexiones de líderes políticos ayuda a sobrellevar la soledad y a escaparse mentalmente de los rigores del encierro.

Eran más que abrigos, cucharas o frazadas, se trataba de verdaderos salvavidas emocionales

Recientemente varios medios de prensa han publicado fragmentos del diario que el opositor ruso Alexéi Navalni escribió en prisión. El disidente, que murió en febrero pasado, dejó plasmado el día a día entre aquellos muros, sus temores y sus ilusiones. En uno de los pasajes que describe, los presos se preparan para las bajas temperaturas en Siberia: “Nos dieron las chaquetas acolchadas reglamentarias, los gorros de piel y las botas de invierno hace ya unas cuantas semanas”. Leer esos detalles tras la muerte del activista es algo que estremece por la indefensión y la fragilidad de su situación. Cada palabra que escribió tras los barrotes nos traslada así a la sordidez de una prisión que terminó siendo su tumba.

Más de medio siglo antes, en el libro Un día en la vida de Iván Denísovich, el Premio Nobel de Literatura ruso Aleksandr Solzhenitsyn narraba el impactante testimonio de un preso en los campos de trabajo forzado de la Unión Soviética. Las pertenencias de los cautivos tienen en ese relato también un rol protagónico. Aislados y despojados de sus contactos familiares y de su entorno profesional, los prisioneros políticos se aferraban a esos objetos que les daban calor, ánimo y fortaleza para seguir viviendo. Cuando uno de ellos moría, sus cosas pasaban a confortar y a apuntalar el ánimo de algún recién llegado a esas oscuras mazmorras. Eran más que abrigos, cucharas o frazadas, se trataba de verdaderos salvavidas emocionales.

Ahora mismo, en innumerables cárceles a lo largo del planeta, hay seres humanos que se aferran a una pequeña pertenencia que los mantiene cuerdos. Ya sea en El Helicoide de Venezuela, en la temida Villa Marista de Cuba o en algún remoto penal situado en el Círculo Polar Ártico, un pedazo de madera tallado con precariedad o una foto doblada y escondida son la única conexión de un preso con el mundo que late al otro lado de unas gruesas paredes. Son, al decir de un poeta, “las cosas que hablan”, los objetos que los mantienen con cordura y con la esperanza de la libertad.

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