Además de petróleo, México y Venezuela mandan a Cuba sus buques escuela de la Armada
Visitar barcos extranjeros se ha convertido en una actividad lúdica para muchas familias de la Isla
La Habana/Una extraña convergencia de veleros se ha dado este martes en el puerto de La Habana. Los mástiles del buque escuela mexicano Cuauhtémoc y del venezolano Simón Bolívar decoran la desarbolada bahía capitalina, todo un símbolo de las alianzas en las que el régimen cifra su precaria supervivencia.
Ambos navíos han atracado con cierta frecuencia en la Isla, en cuyas terminales recalan múltiples petroleros con petróleo mexicano y venezolano. Pero lo que traen esta semana los veleros es una marea de cadetes de uniforme blanco –141, según su capitán–, a quienes los habaneros miran con curiosidad mientras hacen cola para entrar al Cuauhtémoc.
El buque escuela mexicano tuvo ese gesto de cortesía que en la Isla es más bien terapéutico: dejó que los cubanos recorrieran su casco. No se trata de un barco opresivo y metálico como el ruso Perekop, ni trae consigo los aires europeos del Juan Sebastián Elcano, pero todo lo foráneo provoca curiosidad unánime.
Desde luego, para subir al Cuauhtémoc hubo que esperar, y mucho. No se accede a ningún lugar de la capital sin vencer antes una buena cola, y poner los pies sobre madera flotante y extranjera no es la excepción. La Policía vigilaba con desgano al grupo que esperaba para subir.
Los agentes se reactivaron cuando una mujer –evidentemente narcotizada por el químico u otra droga–, que traía consigo a su hija, dio señales de estar “flotando”. Ágiles y sin la más mínima vacilación, colocaron a madre e hija en una patrulla que se alejó de la bahía.
Mediodía. Un militar cubano lanza un grito hacia el interior del Cuauhtémoc. Otro cubano, con uniforme de la marina, responde que no. Al cabo de un rato, cuando ya la gente está deshidratada y hambrienta, sale del barco una horda de cadetes listos para andar La Habana. El buque escuela se vacía.
Empieza a entrar el público, que sonríe y juguetea con el timón y los cabos del Cuauhtémoc. Una habanera entrada en años, de blusa colorada y short de mezclilla, se cuadra junto a la borda con las manos en la cintura. Un grupo de cadetes la mira: así, con el pelo alborotado por la ventolera, parece la capitana del barco.
“Demasiada espera”, soltó un jubilado, que enumeró –acodado en la borda– todo los que se le habían colado: “Las Fuerzas Armadas, los camilitos, las Tropas Especiales, extranjeros… en fin, toda esa gente”. “Es un descaro”, terció otro, que aseguró haber “sacado pasaje” para el Cuauhtémoc desde las nueve de la mañana. “Está bonito”, señaló una muchacha. “No es como el español, pero bueno”.
Estar sobre la cubierta del Cuauhtémoc es, al menos durante unos minutos, olvidarse de Cuba. Con la madera bien pulida, los cadetes sonrientes, las bocinas que imparten órdenes desde una cámara remota, el salitre y el agua azul a babor y a estribor, hay quien incluso podría sentirse en alta mar. Lejos de los problemas.
Su vecino, el Simón Bolívar, pasa a menudo por la capital. Su capitán ha celebrado que encontraran al Cuauhtémoc en el puerto. Según la prensa oficial, ambas tripulaciones se han reunido para intercambiar experiencias.
El llamado “Embajador de los Mares” también dejará que los cubanos suban a cubierta esta semana. Pero el buque representa a un país que no es “lindo ni querido” para los cubanos, como México; ni exótico y peligroso como Rusia; ni cautivador y lleno de promesas, como España. Subir al Simón Bolívar es pisar un fragmento de Venezuela, y eso es casi como seguir en Cuba.