"Aquí no hay vacaciones para los pobres"
Matanzas
En las aceras de Matanzas, los vendedores informales desafían el calor y la vigilancia para sobrevivir
Matanzas/En julio y agosto, las vacaciones escolares devuelven a los niños y adolescentes a sus casas. Muchos empleados estatales también se toman una pausa. Pero en Matanzas, la ciudad no descansa del todo: en sus aceras y portales, los vendedores informales siguen ahí, inmutables bajo el sol inclemente o la sombra que apenas ofrecen los aleros.
"Este es mi centro laboral. Gracias a lo que vendo aquí, subsistimos mi esposa y yo", dice Lázaro, un jubilado que todas las mañanas acomoda fosforeras, jabones y lapiceros en los escalones de una vivienda en la Calzada de Tirry. Su voz se mezcla con el rumor del tráfico y el pregón improvisado de otros vendedores callejeros sin tomarse un respiro. "Aquí no hay vacaciones para los pobres"
Antiguo chofer de ómnibus escolares, nunca imaginó ganarse la vida así. "Al principio fue difícil porque yo nunca había vendido ni un alfiler", confiesa. "También estaba el miedo lógico de ser multado por no tener licencia. Pero pasar hambre es terrible. Ver los calderos vacíos me dio fuerzas para decidirme, y ya voy para un año vendiendo de esta manera". Su estrategia para evadir a los inspectores incluye "algún regalito para que se hagan los de la vista gorda y se vayan por donde vinieron".
En Matanzas, los vendedores informales parecen una extensión del paisaje urbano: bajo los portales coloniales, frente a las farmacias o en los alrededores de los mercados. Ni siquiera los domingos pueden permitirse descansar. "Estos productos no son míos, así que la mayor parte del dinero tampoco me pertenece", explica Orestes, mientras acomoda su improvisada mesa plegable en la entrada de una farmacia. "Cuando me avisan de que hay inspección, me alejo de la cafetería En Familia y camino por barrios donde vendo menos, pero corro menos riesgo de multas".
Sobre su pequeña mesa hay de todo: fosforeras, pegamentos instantáneos, juntas para cafeteras y ollas de presión, veneno para ratas, bolígrafos y hasta forros para la libreta de racionamiento, esa que cada vez se usa menos ante el desabastecimiento de las bodegas.
"¿A quién le hace daño que un viejo como yo venda jabas de nailon y maquinitas de afeitar?", se pregunta Lázaro, mientras recuerda la tarde en que rompió sus diplomas de Vanguardia Nacional de la construcción, acumulados durante nueve años consecutivos. "Además de pagarnos pensiones miserables, el Gobierno nos complica la vida hasta para buscarnos unos pesos que no alcanzan ni para completar el mes".
Otros prefieren métodos más discretos. Demetrio, sentado en un banco de la Calzada de San Luis, sostiene tres cajetillas de cigarros en la mano. No necesita más: los compradores llegan solos. "Los consigo con el administrador de la bodega o un amigo que trabaja en una mypime", admite en voz baja. "Yo no quiero líos, pero tengo que hacer algo para no morirme de hambre, porque la cosa está durísima".
La pobreza crece, extendiéndose desde los barrios de Simpson y La Marina hasta las viejas zonas residenciales de Peñas Altas y Versalles. Para los vendedores informales no hay fines de semana, feriados ni vacaciones de verano. Se quedan hasta que el día les da lo justo para comer. Y entonces, al caer la tarde, recogen sus mesas, guardan el poco dinero ganado y esperan que mañana no los sorprenda una inspección ni la desesperanza.