La Habana no debe morir (I)

Cuba

Un recorrido por la belleza ajada de una ciudad eterna

La capital no muere por azar, sino por la desidia, el desgobierno, la falta de recursos y voluntad política.
La capital no muere por azar, sino por la desidia, el desgobierno, la falta de recursos y voluntad política. / Javier Adrián Torres
José Adrián Torres

02 de agosto 2025 - 08:06

Málaga (España)/La Habana no debe morir. Pero se está muriendo. No lentamente, como envejecen algunas ciudades nobles, ni transformándose, como las que se adaptan al tiempo. La Habana se derrumba. Sus cúpulas resisten lo que pueden, sus columnas tiemblan y sus muros –vencidos por el salitre, el abandono y la pobreza– ya no se sostienen solo con memoria. Se cae un balcón, se hunde una escalera, se pierde una fachada, y con ella, un fragmento de historia.

Y no muere por azar, sino por la desidia, el desgobierno, la falta de recursos y una voluntad política que durante décadas no entendió –o no quiso entender– el valor de su belleza y de su legado. Si La Habana aún conserva algo de su alma es porque hubo una voz, la de Eusebio Leal, el Historiador de La Habana, que la defendió contra todo, piedra a piedra, ley a ley, gracias en gran parte a su amistad personal con Fidel Castro y hasta donde pudo, luego de la muerte del dictador.

Hoy, sin su aliento y sin recursos, la ciudad naufraga. Pero no debe morir, porque su historia, su cultura y su dignidad la hacen merecedora de la eternidad.

Caminar La Habana no es solo recorrer una ciudad: es escuchar lo que las fachadas murmuran cuando se abren los portones y asoma, bajo la ruina, el esplendor. Es ver cómo una ciudad que fue faro del Caribe y del mundo hispánico late todavía bajo capas de abandono y decadencia. Es recordar lo que fue y preguntarse cómo ha podido ser olvidada.

Caminar La Habana no es solo recorrer una ciudad: es escuchar lo que las fachadas murmuran cuando se abren los portones.
Caminar La Habana no es solo recorrer una ciudad: es escuchar lo que las fachadas murmuran cuando se abren los portones. / Javier Adrián Torres

Este paseo no pretende ser exhaustivo. Tampoco turístico. Es, más bien, un homenaje narrado: una manera de devolverle la voz a los edificios que han sido silenciados. Un eco personal y tardío del espíritu que animó al recordado Eusebio Leal en su programa televisivo Andar La Habana, que tantas veces nos enseñó a mirar con otros ojos la ciudad que creíamos conocer.

Iremos caminando por algunos de los hitos que marcaron el auge republicano de La Habana, un período que no rompió con su pasado hispano y colonial, sino que lo recreó, lo amplificó y lo proyectó hacia una modernidad mestiza, profundamente cubana y, sin embargo, universal.

Aquí no solo hay arquitectura. Hay memoria. Hay denuncia. Hay amor.

Porque La Habana, ecléctica y monumental, aún vive. Y caminarla, como he hecho tantas veces, es también una forma de no dejarla morir.

El Capitolio fue símbolo de una Habana que quería parecerse al mundo moderno
El Capitolio fue símbolo de una Habana que quería parecerse al mundo moderno / 14ymedio

Parque Central y Capitolio: prólogo de mármol y poder

El paseo puede comenzar en el Parque Central, entre carruajes de caballos, coches convertibles (descapotables) de los años 50, vendedores ambulantes y grupos de turistas desorientados. Allí está el Hotel Inglaterra, inaugurado en 1875, el más antiguo de Cuba. Con su marquesina de hierro, sus balcones con barandillas de fundición, sus interiores de gusto español neomudéjar y su aire de novela de época, ha sido testigo de tertulias, conspiraciones, despedidas y regresos. En su terraza y en la legendaria “acera del Louvre”, como se llamaba entonces, se congregaban poetas, cronistas, políticos y paseantes para hablar de arte y política o simplemente dejar pasar la vida. Aún conserva, pese a las reformas, algo del encanto decadente que hace de La Habana un lugar sin tiempo.

Justo al costado, atravesando la calle San Rafael, se encuentra el majestuoso edificio del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, que se alza como un símbolo vivo de la historia cultural de la ciudad. Bajo su actual nombre y su fachada neobarroca laten varias capas del tiempo. Allí se inauguró, en 1838, el legendario Teatro Tacón, orgullo de la época colonial por su lujo y su acústica.

Ya en el siglo XX, la rica e influyente comunidad gallega de La Habana –la más numerosa entre las colectividades españolas en la Isla– levantó sobre aquella estructura el fastuoso Palacio del Centro Gallego, integrando en el nuevo edificio el antiguo teatro.

Tras la Revolución, el edificio fue rebautizado como Teatro García Lorca, en honor al poeta español. Años después, tomó el nombre de Gran Teatro de La Habana, y la sala principal conservó el de García Lorca, donde el Ballet Nacional de Cuba ha ofrecido desde entonces algunas de sus funciones más memorables. Finalmente, en 2015, luego de una restauración que devolvió el esplendor a sus salones y escalinatas, el teatro adoptó su nombre actual, en homenaje a Alicia Alonso, cuyo arte y tenacidad están íntimamente ligados a la historia de esta ciudad.

En 2015, luego de una restauración, el teatro adoptó su nombre actual en homenaje a Alicia Alonso.
En 2015, luego de una restauración, el teatro adoptó su nombre actual en homenaje a Alicia Alonso. / 14ymedio

El Capitolio Nacional domina la perspectiva. Su cúpula, restaurada con precisión milimétrica, con ocasión del V Centenario de la ciudad, brilla como un faro. Construido entre 1926 y 1929, fue sede del Congreso durante la República y hoy alberga la Academia de Ciencias de Cuba. El edificio imita el de Washington, pero con mayor altura, y fue símbolo de una Habana que quería parecerse al mundo moderno sin dejar de ser ella misma. Leonardo Padura escribe, en su libro Ir a La Habana, que el Capitolio es “un monstruo de mármol, ostentoso y caro, que no se puede habitar, que no se puede calentar ni refrigerar con facilidad… símbolo de una Habana donde las cosas no terminan de encajar”.

Al sur del Capitolio, el Parque de la Fraternidad se abre como una antesala vegetal que alguna vez simbolizó la hermandad entre los pueblos americanos. Y casi frente por frente del Capitolio, están los edificios del antiguo Teatro Payret y la sala Kid Chocolate, hoy en proceso de conversión en un hotel de lujo más. Esta zona, verdadero corazón simbólico y urbano de la ciudad, está siendo absorbida por la vorágine hotelera del régimen cubano, en un contexto paradójico: más hoteles que turistas, más fachadas restauradas que instituciones vivas, mientras el país sufre probablemente la crisis más aguda de su historia reciente.

Detrás del Capitolio, casi escondida entre calles secundarias, sobrevive la antigua Fábrica Partagás, una de las más célebres del mundo en la producción de tabacos. Fundada en el siglo XIX, su arquitectura industrial de ladrillo oscuro y ventanas altas habla de otra Habana: la de las empresas que daban empleo, la del aroma a tabaco y papel, la de los lectores públicos que recitaban novelas a los torcedores mientras trabajaban. Hoy, el edificio sigue siendo visita obligada para turistas, pero su función ha cambiado, y con ella, su lugar en la vida real de la ciudad.

El Prado: leones de bronce y memorias de España

Descendemos en dirección al Malecón por el Paseo del Prado, que los habaneros suelen llamar simplemente Prado. Un bulevar señorial, flanqueado por bancos de mármol y protegido por una hilera de, hasta hace unos años, inmensos ficus que dejan filtrar una luz suave, casi teatral. Aún sobreviven –con dignidad– los leones de bronce que custodian el paseo, símbolos de fuerza que ahora parecen más bien centinelas melancólicos de una ciudad que se desmorona sin entregarse del todo.

Este paseo fue una declaración de orgullo urbano. Inspirado en los grandes bulevares europeos, el Prado quería ser habanero y universal. Aquí paseaban los domingos las familias de abolengo, los niños con uniforme escolar y las muchachas con sombrilla. Ahora lo cruzan turistas curiosos, fotógrafos callejeros y algún que otro vendedor de miniaturas hechas con chapas de cerveza.

El Prado se inspiró en los grandes bulevares europeos.
El Prado se inspiró en los grandes bulevares europeos. / 14ymedio

En una de sus aceras, casi disimulado por la sombra de un flamboyán, aparece el antiguo Casino Español, convertido hoy en Palacio de los Matrimonios. Su fachada neorrenacentista española, con columnas y arcos labrados, apenas delata el ajetreo burocrático de su función actual. Si tienes suerte y te dejan entrar, verás el salón principal, decorado con los escudos de todas las provincias de España, como si la memoria de la madre patria resistiera el paso del tiempo en el lugar menos esperado: entre expedientes civiles y ceremonias formales.

Allí aún se casan los habaneros. Quizás sin saber que están firmando sus votos bajo el escudo de León o la flor de lis de Asturias.

Un poco más adelante, muy cerca del Prado, en la manzana delimitada por Trocadero y Zulueta, se alza el Hotel Sevilla, antiguo Sevilla Biltmore, con su aire de novela colonial y su sabor andaluz. Su arquitectura neomudéjar recuerda a los palacetes de Córdoba o Sevilla: arcos de herradura, celosías, y una terraza (roof garden) en el último piso o penthouse, donde –si se puede subir– la vista de La Habana a la caída de la tarde parece sacada de una postal de los años 40. Desde allí conviene admirar cómo se extienden las azoteas, cómo el sol cae sobre las cúpulas y los cables, sobre los muros vencidos por el salitre, y dejar que el viento de mar nos traiga ese olor a humedad antigua que tiene La Habana.

Porque aquí, sobre los tejados de una ciudad maltrecha, uno entiende que el esplendor no se mide solo por el presente, sino por la memoria que resiste entre ruinas.

Construido en 1930 como sede de la legendaria compañía de ron, el Bacardí es un himno en piedra y cerámica al 'art déco' tropical.
Construido en 1930 como sede de la legendaria compañía de ron, el Bacardí es un himno en piedra y cerámica al 'art déco' tropical. / 14ymedio

Edificio Bacardí y el Centro Asturiano: dos emblemas de ambición vertical

Dejamos atrás el Prado y nos dirigimos hacia la calle Zulueta, nombre que los habaneros siguen usando, pese a su rebautizo oficial como Agramonte. Allí, frente al Parque Central y justo enfrente de la antigua Manzana de Gómez (desde 2017, Gran Hotel Manzana Kempinski) se alza una construcción sobria, elegante, monumental: el Museo Nacional de Bellas Artes, sede de la colección de arte universal.

Esta mole neoclásica no nació como museo. Fue, en realidad, el Centro Asturiano: el regalo de la comunidad asturiana a La Habana. Y no fue un gesto menor. Los emigrantes del norte de España, muchos de ellos enriquecidos con esfuerzo en tierras cubanas, quisieron dejar una huella duradera: construyeron escuelas, hospitales, sedes culturales. Y aquí, en pleno corazón de la ciudad, levantaron una casa tan digna como cualquier ministerio. Columnas, escalinatas, frontones, todo hablaba de una Asturias en el trópico, con orgullo y gratitud. Hoy acoge cuadros de Sorolla, Goya, Delacroix. Pero el alma de Asturias sigue latiendo entre los muros. Como si la elegancia del arte de pintores universales dialogara, aún hoy, con el gesto generoso de aquellos asturianos que quisieron dejar en La Habana un legado digno y duradero.

Continuamos en la calle Monserrate (oficialmente llamada Avenida de Bélgica) y casi en la esquina con la calle San Juan de Dios se impone una de las siluetas más bellas y simbólicas de la Habana moderna: el Edificio Bacardí.

Construido en 1930 como sede de la legendaria compañía de ron, el Bacardí es un himno en piedra y cerámica al art déco tropical. Su fachada, rica en color y geometría, parece concebida no solo para impresionar, sino para celebrar. Columnas anguladas, decoraciones zigzagueantes, un uso del color que recuerda al estilo de Miami Beach en esa misma década… aunque con alma habanera. Y en lo alto, el emblema familiar: el murciélago de Bacardí, símbolo de prosperidad y protección, vigía silencioso de una ciudad que entonces miraba al futuro con confianza.

Este edificio fue uno de los primeros rascacielos de Cuba, y su inauguración no solo celebraba el éxito empresarial, sino también la osadía de una arquitectura que se atrevía a ser moderna sin renunciar a la belleza.

Hoy, el Bacardí resiste. Como tantos otros edificios de esa época, ha sido parcialmente restaurado. Pero su presencia habla. Es uno de esos lugares donde uno siente, sin necesidad de guía ni panel explicativo, que La Habana fue –y aún es– una ciudad de ambición, estilo y voluntad de altura. En ese anhelo, entre Asturias y Bacardí, entre arte y comercio, entre mármol y cerámica, se tejía el alma híbrida y vibrante de esta capital que no era del todo española, ni del todo americana, sino radicalmente habanera.

El Palacio Presidencial fue sede del poder ejecutivo en tiempos de la República.
El Palacio Presidencial fue sede del poder ejecutivo en tiempos de la República. / 14ymedio

A pocos metros del edificio Bacardí, entre las calles Monserrate, Zulueta, Colón y Refugio, se alza el imponente Palacio Presidencial, hoy Museo de la Revolución. Con su gran cúpula dorada y su fachada de inspiración neoclásica rematada por columnas jónicas, fue sede del poder ejecutivo en tiempos de la República y escenario de episodios turbulentos: desde recepciones diplomáticas hasta asaltos armados. Hoy, convertido en museo, conserva una versión oficializada de la historia reciente, mientras su arquitectura, con mármol, escalinatas, salones dorados y decoración interior realizada por la casa Tiffany’s de Nueva York, sigue hablando de un país que alguna vez imaginó su porvenir entre símbolos de modernidad, y no solo de épica revolucionaria.

Centro Habana: San Rafael, Galiano, el Barrio Chino y el eco de los grandes almacenes

Antes de avanzar hacia El Vedado, es justo detenernos en Centro Habana, una zona donde conviven el esplendor comercial de antaño y la decadencia que trajo el abandono. Hoy, entre ruinas, se conservan vestigios de aquella vitalidad. Aquí, entre calles bulliciosas y edificios en distintos grados de desgaste, La Habana se muestra sin maquillaje: caótica, viva, marcada por el paso del tiempo y por la persistencia de quienes la habitan. Sus avenidas conservan el eco de una modernidad que no se ha extinguido del todo, y entre escaparates rotos, vitrinas tapiadas y portales gastados, uno intuye que aquí hubo una ciudad próspera que sobrevive como puede.

Empezamos por la calle San Rafael, hoy convertida en bulevar peatonal, donde aún se respira algo de la vitalidad comercial que tuvo en los años 40 y 50. Aquí estuvo el legendario almacén El Encanto, el primer gran centro comercial moderno de Cuba y uno de los más avanzados de su época en toda la América Hispana. No solo fue famoso por su diseño y por la calidad de sus productos –ropa, perfumes, cristalería, artículos de lujo–, sino por ser la escuela empresarial donde se formaron César Rodríguez, Pepín Fernández y Ramón Areces, los futuros fundadores de Galerías Preciados y El Corte Inglés en España. Puede decirse, sin exagerar, que el comercio por departamentos moderno español nació entre estas vitrinas habaneras.

El edificio fue destruido en los años 60 por un atentado incendiario, pero su huella permanece en la memoria y en la historia del consumo en lengua española. Hoy, en el solar que ocupaba, hay un pequeño parque con árboles jóvenes y un silencio que no corresponde a lo que fue aquel lugar. Aunque por las noches, ese mismo parquecito se llena de voces: es ahora punto de reunión para una juventud que ya casi no encuentra su sitio en un país que sobrevive entre apagones y desesperanza. Allí donde antes brillaban vitrinas y escaparates de ensueño, hoy se conversa, se improvisa música con altavoces portátiles, o simplemente se mata el tiempo, como si los restos invisibles del esplendor pasado ofrecieran aún un resguardo frente al vacío del presente.

Un poco más adelante, en la calle Galiano, se encontraba otro símbolo de modernidad importada: el Ten Cents, parte de una cadena de tiendas norteamericanas de bajo coste que combinaban practicidad y diseño. Era el reflejo de una Habana abierta al modelo estadounidense, pero sin dejar de ser profundamente hispana. El Ten Cents era popular entre los cubanos de clase media y también entre los turistas. Hoy, el edificio también sobrevive como puede, con nuevos usos, pero la estructura y las baldosas aún delatan su origen.

Caminar por Galiano es ver cómo conviven capas de historia que no han sido borradas, solo cubiertas de polvo: anuncios pintados a mano, inscripciones comerciales que aún afloran entre las baldosas gastadas, vitrales con logos de tiendas desaparecidas, y estructuras diseñadas con ambición y detalle que resisten entre negocios improvisados y fachadas derruidas.

En la esquina con Virtudes aún se alza el Hotel Lincoln, casi en ruinas, a la espera de una reparación que nunca llega. Su fachada, de los años 20, luce apagada, pero su historia permanece intacta. Aquí fue secuestrado el piloto Juan Manuel Fangio en 1958 por el Movimiento 26 de Julio, para impedir que corriera en el Gran Premio de La Habana. Fue tratado con “cortesía revolucionaria” y liberado sin daño. El hecho, propagandístico para los “barbudos” de la Sierra Maestra, dio la vuelta al mundo. A veces, la historia de Cuba cabe entera en un vestíbulo.

En el Barrio Chino sobreviven algunas asociaciones culturales y restaurantes discretos.
En el Barrio Chino sobreviven algunas asociaciones culturales y restaurantes discretos. / 14ymedio

Seguimos hacia el Barrio Chino, tomando la calle Dragones. Aunque muchos lo dan por desaparecido, la zona ha vivido una discreta recuperación iniciada hace un par de décadas gracias a la colaboración de la comunidad china y al apoyo del Gobierno de Pekín. Aquí, a pesar del mestizaje, aún pueden verse rostros con rasgos orientales –pocos ya– tras mostradores de paladares o en pequeños negocios familiares. Cuba tuvo una migración china notable desde el siglo XIX, y aunque el mestizaje ha sido profundo, sobreviven algunas asociaciones culturales, restaurantes discretos, y un aire nostálgico que recuerda la época en que este barrio bullía con faroles rojos, periódicos en mandarín y celebraciones del Año Nuevo lunar.

Y finalmente llegamos a la Avenida Salvador Allende, que los habaneros nunca dejaron de llamar Carlos III. Aquí el trazado se amplía, el tráfico se intensifica, y entre las avenidas y almacenes emerge uno de los palacetes más imponentes de la Habana republicana: la residencia de Alfredo Hornedo. El magnate de la prensa vivía aquí, rodeado de mármol, vitrales y líneas que combinaban el eclecticismo neoclásico con toques art déco. El edificio sigue en pie, y aunque su función actual no tenga el brillo de antes, su presencia arquitectónica es indiscutible. Además de su palacete en la avenida Carlos III, Hornedo dejó su huella en la vida cultural habanera al construir el antiguo Teatro Blanquita, inaugurado en 1949 en Miramar. Era entonces el teatro más moderno y amplio de Cuba, con más de cinco mil asientos y un diseño inspirado en los grandes escenarios de Estados Unidos. Hoy, rebautizado como Teatro Karl Marx, conserva su monumentalidad, aunque ya no lleva el nombre de la esposa de su fundador, sino el de una ideología que borró todo lo que él representaba.

Pero antes de marcharnos de Centro Habana, queda en la retina no solo la ruina noble de sus edificios, sino la melancolía que se adivina también en las personas. En las ropas gastadas, en los zapatos vencidos, en los cuerpos que parecen arrastrar más cansancio que años. Y, sin embargo, hay algo –un ademán, una forma de hablar, una mirada sostenida– que recuerda la belleza de antaño, como si quedaran gestos que pertenecen a otra Habana, más altiva, más viva, menos resignada.

Nota del autor: A mis amigos cubanos Jorge Mayor Ríos, Carlos Suárez Murias y Roberto Cruz Legón, que me enseñaron a mirar a La Habana desde la crítica y el amor

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