APOYO
Para ayudar a 14ymedio

Los conspiradores

Naufragios

En 2012 todo mi entorno empezó a celebrar encuentros cercanos del tercer tipo para hablar de Oswaldo Payá

Cartel de la glorieta dedicada a Oswaldo Payá en Madrid. / Facebook/Oswaldo Payá
Xavier Carbonell

20 de abril 2025 - 09:14

Salamanca/Oswaldo Payá murió el 22 de julio de 2012, cuando yo tenía 17 años y la gente esperaba el fin del mundo. ¿Tenía yo entonces lo que se llama una postura política? Supongo que sí, no solo porque a los 17 años uno tiene ya bastante claro quién es quién, sino por mi crispación cada vez que Fidel Castro aparecía en el televisor. 

No obstante, siempre he asociado la muerte de Payá con el despertar de algo visceral, algo bilioso y profundo, que he cargado desde entonces como brújula moral. A Payá lo mató la Seguridad del Estado, no importa cómo, aunque se hizo todo lo posible por reconstruir un falso escenario, animado por algún fanático de Pixar en Villa Marista.

El carrito Hyundai, azul intenso, describe una inverosímil parábola hasta que su parte trasera atraviesa un árbol. El entronque entre metal y madera es fantasmal. La curva, imposible. Todo ocurrió en una de esas carreteras orientales que parecen, curiosamente, sacadas del Oeste americano.

No sé cuánto esperó el régimen para dar su versión. Eran otros tiempos y la información corría a otro ritmo, sobre todo en un pueblo del centro de Cuba donde muy pocas personas firmaron el Proyecto Varela. Recuerdo el reporte televisivo, en el que comparecieron los vivos –el español Ángel Carromero y el sueco Jens Aron Modig– y se difamó a los muertos, ambos cubanos.

El segundo muerto era Harold Cepero y la desolación que provocó su deceso en los círculos en los que yo me movía no la olvidaré nunca

El segundo muerto era Harold Cepero y la desolación que provocó su deceso en los círculos en los que yo me movía no la olvidaré nunca. Harold había estudiado para ser cura, una expresión que trae consigo una ética y un bagaje cultural inconfiscables. Había dejado al seminario, se había buscado una novia, creo que criaba puercos –un detalle que me conmovía, no sé por qué– y todos sus amigos lo recordaban como un tipo entrañable.

Payá y Harold, Harold y Payá. Cuántas veces escuché sus nombres sin haber visto sus caras, que el noticiero se cuidó de no poner. Las revistas religiosas, por el contrario, publicaron fotos y testimonios de ex compañeros de seminario de Harold, testimonios que partían el alma, y yo todavía soy amigo de quienes los ofrecieron.

Con uno de esos amigos, muy querido por mí, abordé un carro rumbo a Remedios. Siempre le he tenido un miedo irracional a cualquier medio de transporte que no sea un tren. Después de ese año, y ante el rumor de que la policía política le había “cortado los cables” al Hyundai de Payá, la crispación subió al máximo. Mi destino era la Parroquial Mayor de Remedios.

Allí vivían los franciscanos que, de alguna manera, determinaron parte de mi educación sentimental. Eran mexicanos pero totalmente aplatanados. Mi amigo y yo nos reuniríamos con uno de ellos para almorzar. En realidad, todo mi entorno empezó a celebrar estos encuentros “fortuitos”, masónicos, del tercer tipo, para hablar de Payá. Nadie hubiera confiado en el teléfono fijo –las iglesias lo tienen pinchado: abecé del precavido–, así que había que viajar y susurrar.

Era la conspiración y yo estaba metido en ella. Lo sabía, lo aceptaba, lo saboreaba. Gracias a los curas y a las monjas, con 14 años, escuché a Dagoberto Valdés y presencié una protesta por los derechos humanos en Placetas. Nunca olvidaré al cura, firme y con sotana blanca, a ver qué policía tenía el valor de quitarlo del medio para buscar a quienes se habían refugiado en el templo.

Durante la sobremesa en Remedios, café mediante, mi amigo y el fraile se pusieron a hablar en clave

Durante la sobremesa en Remedios, café mediante, mi amigo y el fraile se pusieron a hablar en clave. Con 17 años y viniendo de donde venía, estaba libre de toda sospecha, pero incluso yo tenía que aprender a hablar de aquel modo. Y aprendí.

“Qué te pareció lo del hombre”, dijo el cura. “Tremebundo”, dijo mi amigo. “¿Encendiste el televisor anoche?”. “Sí, un rato”, repuso el otro, “no hay quien se crea esos muñequitos”. “Parece que ellos están asustados”. “Sí, asustados, muy, muy asustados”. “Y con el viejo enfermo, más”. “¿Y no habrá sido todo –teorizó el fraile– una orden in extremis de quién tú sabes?”. “No me cabe la menor”, contestó mi amigo.

Pero todo no acabó allí, en aquel diálogo tan fácil de descifrar. La muerte de Payá, en las alturas de la política, tenía consecuencias en todos los planos. Lo que es arriba es abajo. “¿Y nuestro amigo?”, preguntó mi amigo con una sonrisita. “No ha reaccionado”, respondió el cura, “sabe fingir muy bien, es inteligente”. Nuestro amigo era uno de los agentes que la Seguridad había infiltrado en las filas franciscanas. Ha hecho lo mismo con los jesuitas y los dominicos y cuanta orden religiosa ha pasado por ese país.

De nuestro amigo se esperaba –lo supe en esa conversación– un arranque de conciencia, un trastorno que lo hiciera confesar, sentirse culpable, morirse de vergüenza por Payá y por Harold, a quien seguramente conocía. ¡El mejoramiento humano, nada menos, del inmejorable Hombre Nuevo!

¡El mejoramiento humano, nada menos, del inmejorable Hombre Nuevo!

Pero la epifanía nunca llegó, nunca llegaría, y esa fue la segunda lección que aprendí en Remedios, después del lenguaje en clave. Como advierte la sabiduría criolla, el chivato es el animal más rastrero de la fauna tropical; y como remacha el doctor House, la gente no cambia.

Pienso en Payá y en mis humildes inicios como conspirador, en aquella época que parecía tan llena de posibilidades, para consolarme de la mediocridad en que se vive. Cuando todo se caiga, ¿por quién votar? Cuando haya partidos, ¿cuáles serán las opciones? Cuando haya libertad, ¿qué calidad tendrá la conversación? ¿Qué privilegios reclamarán los que hoy luchan, los exiliados, los que están presos? ¿Qué país es ese, que mientras más se acerca más me asusta?

Creo que con ese Hyundai azul, levantando una nube de polvo amarillento en Oriente, se perdieron muchas respuestas.

3 Comentarios
Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último