A mi mamá, corazón y cerebro del hogar donde nací y me crie

Opinión

Cometí el gravísimo crimen de unirme a mis vecinos en el reclamo cívico de corriente eléctrica

El mundo nuestro, el de los seres humanos, se sostiene en último término sobre nuestras madres.
El mundo nuestro, el de los seres humanos, se sostiene en último término sobre nuestras madres. / Captura/Youtube/CubaNet
José Gabriel Barrenechea

18 de mayo 2025 - 08:32

Prisión La Pendiente, Santa Clara/A algunos se nos va toda una vida antes de entender que el mundo humano no se sostiene sobre las ideas o las utopías, el orden y la disciplina, el atrevimiento de los valientes, la inteligencia de los genios, la sensibilidad de los poetas o la justicia de los profetas. El mundo nuestro, el de los seres humanos, se sostiene en último término sobre nuestras madres, reposa sobre el firme apoyo de sus almas y carnes, sufrimientos y alegrías. Todas las elevadas entelequias que los hombres, y algunas mujeres, nos hacemos solo son autoengaños para ocultarnos lo que realmente somos: descartables actores sobre el teatro humano que de sí mismas se sacan nuestras madres.

Nunca la valoré en lo que merecía, pero aun así Dios tuvo a bien darme el privilegio de una madre de quien solo cabe decir lo fue por antonomasia. Lo que soy, eso poco de lo que puedo enorgullecerme, se lo debo al hogar donde nací y me crie. Y en ese hogar mi mamá era el corazón y el cerebro, los brazos y hasta los pulmones.

Envejezco y, a medida que lo hago, mi Arcadia feliz, esa añorada temporada más dichosa de nuestra vida, se me adentra con lentitud en mis primeros recuerdos de mi primera casa. De allí me llega el olor de mi mamá; sus suaves brazos blancos; sus canciones tristes; sus ojos torcidos, acusadores ante alguna falta mía; su risa, que era amplia y suave, con una pizca de melancolía en el fondo; su cabellera color miel subida; sus manos ya gastadas de lavar para la calle, y tanto limpiar; sus giros idiomáticos arcaicos, de gente de campo cubano. 

Desde la sala, donde juego con mis soldaditos a los pies de mi papá que lee el periódico, la veo en la cocina

Desde la sala, donde juego con mis soldaditos a los pies de mi papá que lee el periódico, la veo en la cocina, ajetreada con la comida en una tarde luminosa de los años setenta. Huele a gloria toda la casa, entre el sofrito para los frijoles y la escrupulosa limpieza a que ha sometido cada rincón y pieza de ropa desde el mismo amanecer. Es viernes, todo es sol, y llega mi hermano de la beca… Si pudiera escoger un instante en el que vivir la Eternidad que Dios nos concede, sería este.

Ella ya vive en un instante así, porque a las madres como ella Dios no tiene que darles el acceso a la gloria como un premio, sino como un deber, el único autoimpuesto a su omnipotencia. Quizás viva en algún instante de su infancia, esa a la que me asomo en una foto suya, como de dos o tres años, sentadita al borde de un portal, abrigada y con un pañuelo en la cabeza, con sus pies en una calle de piedra picada. 

Como madre, estaba hecha para soportar y absorber cualquier cantidad de sufrimiento. La muerte de mi hermano la sumió en el mundo de la tristeza y la añoranza, del que, en verdad, nunca estuvo muy lejos. Pero fue en los últimos seis meses de vida en que su sufrimiento escaló hasta convertirse en calvario. 

La culpa es mía. Porque a sabiendas del país en que me tocó vivir, cometí el gravísimo crimen de unirme a mis vecinos en el reclamo cívico de corriente eléctrica.

Es cierto que si lo hice fue porque me angustiaba verla cada noche en medio de las tinieblas, sin poder visitar a nadie, sin su televisor y sus novelas de abuelas turcas, encerrada en su tristeza; o porque yo ya no sabía con qué iba mañana a hacerle el café, o calentarle el agua de su aseo matutino. Mas ello no justifica la realidad de sus últimos seis meses, en que por creerme que vivía en un país diferente la dejé todavía más sola, más envuelta en las tinieblas y tristezas de una noche interminable, en la cruz en que un impensado impulso mío la trepó.

No pude despedirme de ella, no pude pedirle que me perdonara y recibir su bendición. No pude contarle cómo, tras tantos años de negarme a la verdad, he entendido por fin lo que en realidad es esencial en el mundo humano: su fundamento es quienes, entre sufrimientos y alegrías, nos paren, nuestras madres. 

Ella, lo sé, me perdona y sigue velando por mí. Desde ese mejor lugar al que trato de merecer ir yo también, algún día.

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