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No nos equivoquemos: China sigue siendo una amenaza

Opinión

Xi Jinping ha consolidado el control ideológico sobre la educación y restaurado el culto a la personalidad

Varios trabajadores chinos en una cadena de montaje de vehículos. / EFE/Qilai Shen
Federico Hernández Aguilar

05 de mayo 2025 - 07:20

San Salvador/Como ya se ha dicho en esta columna de opinión, los numerosos errores que Donald Trump está cometiendo en sus esfuerzos por lastrar la influencia china en el mundo, en la práctica solo han logrado socavar el prestigio de Estados Unidos como líder confiable. Pocas veces se ha visto, en la historia americana, a un presidente tan consistente en serrucharse el piso sobre el que está parado. Pero las torpezas del actual inquilino de la Casa Blanca no deben apartar nuestra mirada del peligro real que sigue suponiendo el gigante asiático.

En redes sociales proliferan, aupados por los continuos desaciertos trumpistas, mensajes y videos que otorgan a China unas credenciales de legitimidad que no posee. Allí se dice, entre otras cosas, que los chinos ya han ganado la batalla del desarrollo y serán los nuevos dueños del mundo; que la desesperación estadounidense demostraría la incontenible fuerza —y la paciencia confuciana— con que el poder tecnológico de la gran República Popular ha conseguido imponerse en el mercado internacional; que el crecimiento económico chino, en fin, es ya un fenómeno tan evidente y espectacular, que Occidente debería “aprender” de una vez por todas que la eficiencia es más beneficiosa que la mera democracia.

En redes sociales proliferan, aupados por los continuos desaciertos trumpistas, mensajes y videos que otorgan a China unas credenciales de legitimidad que no posee

Todas estas afirmaciones adolecen, en el fondo, de perspectiva histórica. Si desde 1949 se implantó en China una sola visión política e ideológica, es sencillamente atroz que esa visión necesitara más de tres décadas —hasta el abandono, en buenas cuentas, de los dogmas maoístas en tiempos de Deng Xiaoping— para que asomara en el horizonte el tan prometido despegue económico. Antes de eso, millones de ciudadanos chinos pagaron con sus vidas la tozuda insistencia de Mao en echar a andar un modelo irracional y empobrecedor. (Que no se olvide, por favor, que el fundador de la República Popular China es, sumando cadáveres, el máximo genocida de la historia de la humanidad).

Por otra parte, el gigante asiático solo puede ser un ejemplo de eficiencia en la medida en que puede serlo un sistema consciente del poder omnímodo que ha depositado en su clase dirigente. Cuando Deng Xiaoping propuso el concepto de “socialismo con peculiaridades chinas”, preparando el XII Congreso Nacional del Partido Comunista de 1982, lo que tenía en mente era una hibridación de economía centralmente planificada con una especie de capitalismo ultra-pragmático. Con sus sinuosidades, esto significaba avanzar en el abandono de varias utopías políticas que se creían intocables. El arribo de Xi Jinping, sin embargo, lejos de explayarse en esa ruta, ha consolidado el control ideológico sobre la educación, confirmado el verticalismo de la toma de decisiones en todos los ámbitos y restaurado el culto a la personalidad del líder. Xi tiene más coincidencias procedimentales con Mao que con Deng.

Los 95 millones de miembros que en teoría conforman la base del único partido autorizado (mimetizado con el Estado) tienen muy escasa oportunidad de llegar a ocupar un cargo de importancia en la cúpula. La libertad de organización es inexistente, igual que las de expresión o de conciencia; internet está bajo estricta vigilancia y la academia solo responde a líneas directas emanadas de arriba. El peso de la mano estatal se hace sentir incluso en los grados de autonomía a que puede aspirar, por ejemplo, un millonario chino (aunque se cacaree que existen ahora más de seis millones de estos): el Partido Comunista decide quién recibe préstamos, quién compra divisas y quién obtiene el “respaldo” del Estado para progresar como empresario privado.

Entonces, cuando se habla del crecimiento chino, es muy importante entender a qué nos referimos, porque es fácil caer en analogías gratuitas con respecto a las democracias occidentales. Circunstancias que para nosotros serían inaceptables, como la movilización forzada de cientos de miles de personas para abrir una carretera o las penas a cadena perpetua —cuando no de muerte— contra ejecutivos de grandes compañías, son asuntos relativamente cotidianos en el mundo económico chino. Lo que en nuestros países llamamos “libertad de iniciativa”, en la República Popular es algo tan ficticio como los dragones alados.

Entonces, cuando se habla del crecimiento chino, es muy importante entender a qué nos referimos, porque es fácil caer en analogías gratuitas con respecto a las democracias occidentales

Pero quizá lo más preocupante del acrítico entusiasmo que la China continental causa en mucha gente sea la claudicación moral que esta admiración esconde. La efectividad en sí misma no es un valor, sino la consecuencia de haber aplicado un método con éxito; las formas para aplicar un método, empero, varían entre sí. En otras palabras, para que la eficiencia sea virtuosa, ella debe ser resultado de la aplicación correcta de los procedimientos empleados; de lo contrario, terminaríamos aceptando que el fin justifica los medios.

La democracia y el Estado de derecho permiten que ninguna aplicación metódica limite los derechos o pisotee la dignidad de las personas. Por vigoroso que sea, el crecimiento económico alcanzado a punta de férreo control, planificación prolija y —cuando se necesite— inhumana represión, no es un camino aceptable ni puede ser el ejemplo a seguir para nadie que aprecie el objetivo último de cualquier sistema económico moderno.

Por todo lo anterior, y más allá de los disparates de Trump, el modelo chino sigue siendo peligroso y digno de todas las alertas que ha despertado a lo largo de los últimos 75 años.

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