El sol de Austerlitz

Naufragios

La literatura es duplicidad: no se puede escribir sin conversar con el gemelo malvado, el hipotético, el doble cuántico

El mercenario de 'Star Wars' Boba Fett junto a un Napoleón de plomo, en la biblioteca del autor.
El mercenario de 'Star Wars' Boba Fett junto a un Napoleón de plomo, en la biblioteca del autor. / Elena Nazco
Xavier Carbonell

06 de abril 2025 - 07:12

Salamanca/En España me atiborro de la infancia que en Cuba tuve, pero en especial de la que no tuve. Tintín, Corto Maltés, el Gato del Rabino, soldados de plomo, el dibujo –ahora con prodigiosos Staedtler que goloseaba en catálogos de los años 80–, lápices del mismo verde oscuro que una figurita de Boba Fett, el mercenario intergaláctico, todo eso en el escritorio. Juguetes, barras de Toblerone, libros. No deja de ser una triste obsesión, pero cómo vivir sin ella.

Al final somos animales vanos, diversos y fluctuantes, diría Montaigne. Me ilusiono y paso horas en las jugueterías, en las papelerías, mirando los estantes de un anticuario. Me reconozco en todo esto, aunque no lo haya poseído. ¿Su ausencia me moldeó? No me extrañaría. Hay cubanos que se convierten en verdaderos tigres de la Malasia ante un solomillo de res, y otros que apuñalarían a Willy Wonka por quedarse con su fábrica de chocolate. ¿Por qué renunciar al mundo de papel, inofensivo y menos costoso?

Reconstruyo, por mi bien y el de mis novelas, al niño que fui y al que no fui. La literatura es duplicidad. No se puede escribir sin conversar con el gemelo malvado, el hipotético, el doble cuántico, el que nos espera al otro lado de la Máquina del Tiempo. Y si esa reconstrucción puede tener de paso un efecto anestésico, mucho mejor.

Quién puede olvidarse de sus juguetes, o de los trastos que le sirvieron de juguete

Quién puede olvidarse de sus juguetes, o de los trastos que le sirvieron de juguete. Una caja de tabacos en la que recorté toda una ciudad de papel, que armaba y desarmaba en la sala de mi casa. Unos soldaditos de plástico de la Segunda Guerra Mundial –amanecieron bajo mi cama un Día de Reyes, tradición que el comunismo no logró erradicar–, con binoculares y banderas, rampantes o revolcándose en la trinchera, pertenecientes a Estados imaginarios.

Un par de cosmonautas, con su nave, armados de detectores sobre el polvo lunar, a los que hoy recuerdo como antecesores de Daft Punk. (Mucho tiempo después, en las playas de Valencia, vi a decenas de buscadores moviendo sus instrumentos sobre la arena, como aquellas figuritas con escafandra.) Tenía también una ballesta, un arco que disparaba flechas confeccionadas con güines, libros para colorear –uno de ellos solo tenía la frustrante silueta de Lassie, la perra collie–, espadas láser hechas de antenas de radio, varitas mágicas.

En Cuba se quedaron juguetes que debí traer. Juguetes que de tan antiguos eran considerados reliquias. Una caja de madera americana, con diez bolos en miniatura, que uno podía derribar con una pelota colgada de una caña. El Llanero Solitario, cuyo sombrero acabó por tostarse con el calor tropical, más duro que el del Oeste. Para no dejarlo descubierto, le puse una tapa de pomo: parecía un charro o un árabe con su fez.

George Washington, con chaqueta azul y tricornio –ese sí sobrevivió–, era su inverosímil compañero de expedición, ambos a caballo. También hubo un clarinete de buen plástico negro, con una libretica de melodías. Casi todo lo demás se perdió.

Al menos una vez al año, todo mi pueblo se permitía abandonarse a los juguetes y a la vida imaginaria

Al menos una vez al año, todo mi pueblo se permitía abandonarse a los juguetes y a la vida imaginaria. Era el mes de las parrandas, marzo, aunque en algunos años se hizo en agosto. Yo detestaba y sigo detestando ese ambiente. A las siete de la mañana empezaban los martillazos y soldaduras. La chispa en la punta de las varillas crepitaba sobre el hierro de los chasis. Cuando todos se iban, yo salía a jugar en aquella fortaleza oxidada, sobre la cual se levantaba la carroza.

En ninguna de mis novelas he recreado ese mundo, que tanto dinero ha dado a los folcloristas baratos que proliferan como jejenes en aquel lugar. Todo me daba miedo. La marea de gente, la brillantina, el maquillaje, la inmovilidad de los personajes sobre las bambalinas.

Siempre había muchachas semidesnudas –a menudo compañeras de clase, único incentivo para ir a ver la carroza– y una voz en off que narraba alguna leyenda cursi: Troya: sangre y fuego, El sol de Austerlitz, Sissi emperatriz, Oración en el desierto, El rey y yo, Más allá de los mares, Sueño de una noche de verano, mil boberías, todo financiado por los exiliados.

No me gustaba salir sino quedarme en mi cuarto, a sabiendas de que todas las casas del pueblo iban a estar vacías en aquel momento

No me gustaba salir sino quedarme en mi cuarto, a sabiendas de que todas las casas del pueblo iban a estar vacías en aquel momento. Qué maravillosa sensación. Sacaba los juguetes, los libros, lo que fuera, y me ponía a inventar, esa frase cuya maldad solo un cubano calibra bien. Entonces estallaban los voladores, se alzaban en el cielo nocturno y bajaban como kamikazes sobre los tejados. Susto de muerte. Mis gatos protestaban. Los perros de los vecinos se deshacían en aullidos.

Cinco de la mañana. Borrachera total, basura, orine. Los aficionados a los juguetes –y alguna vez también yo– escalaban las bambalinas y saqueaban la carroza. Robaban grullas, cobras, monos, mesitas para servir té y fumar, lámparas maravillosas, tronos y dragones. Todo relleno de poliespuma, un mundo entero de poliespuma. Todo diseñado para brillar una sola vez y morir, como las muchachas en cueros, como los voladores, como el niño que uno fue.

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