La Habana no debe morir (II)

Cuba

La Habana no cabe en un solo paseo, tampoco en una época ni en una memoria

Vista de La Habana desde la Torre K.
Vista de La Habana desde la Torre K. / 14ymedio
José Adrián Torres

03 de agosto 2025 - 07:44

Málaga (España)/Nos adentramos en El Vedado, listos para seguir buscando las huellas de una ciudad que, aun rota, no deja de ser hermosa.

El Vedado: del eclecticismo elegante al hormigón funcional

Desde Carlos III llegamos hasta Infanta y tomamos un taxi hacia el oeste, para llegar a la calle 23 por San Lázaro y L. El paisaje vuelve a transformarse: el bullicio da paso a un cierto orden; el hacinamiento, a los portales con jardín. A medida que subimos por la calle 23, el paisaje cambia. Las calles irregulares y apretadas del casco antiguo, que alguna vez quisieron imitar un damero o tablero de ajedrez, pero terminaron torciéndose al ritmo de los siglos, dan paso a avenidas rectas, árboles en fila, casas con jardín y fachadas que se abren como abanicos. Aquí está la Habana que quiso ser ciudad-jardín y capital del Caribe al mismo tiempo. En su apogeo, La Habana no tenía nada que envidiar a Buenos Aires, Río o incluso París. Era moderna, cosmopolita, vibrante. Que hoy esa grandeza se disuelva sin resistencia es una pérdida que duele más por silenciosa.

Nuestra primera parada es el imponente edificio López Serrano, en la calle 13 esquina L. Fue el primer rascacielos residencial de Cuba, inaugurado en 1932, y su silueta escalonada recuerda inevitablemente al Empire State de Nueva York. Pero a diferencia del gigante norteamericano, este edificio no alberga oficinas ni bancos: aquí se soñaba y se dormía. Era la modernidad llevada al hogar, con ascensores rápidos, vistas al mar y decoración geométrica en cada rincón.

Sus líneas verticales, sus detalles art déco y el equilibrio de proporciones hacen que siga pareciendo moderno, elegante, vivo. Uno casi espera encontrarse a un escritor fumando en la ventana, o a un pianista dejando que las notas se pierdan entre las sombras del parquet oscuro.

Durante un tiempo, el Hotel Presidente fue el edificio más alto de La Habana, y conserva una prestancia sobria.
Durante un tiempo, el Hotel Presidente fue el edificio más alto de La Habana, y conserva una prestancia sobria. / 14ymedio

Desde allí, nos dirigimos hacia la calle G, también conocida como Avenida de los Presidentes. La avenida es amplia, con monumentos a próceres iberoamericanos en cada cruce, y un aire solemne que se mezcla con el verdor de los árboles. En su esquina con la calle Calzada nos detenemos ante otro edificio singular: el Hotel Presidente, inaugurado en 1928.

Durante un tiempo, el Presidente fue el edificio más alto de La Habana, y conserva una prestancia sobria, con su fachada simétrica de ladrillo rojo, ventanales con marcos de piedra clara, y detalles neoclásicos que le otorgan una elegancia tranquila. En su interior alberga más de 400 piezas de arte. Fue construido en plena efervescencia del turismo de élite, y por sus habitaciones pasaron diplomáticos, artistas y empresarios que veían en La Habana una ciudad a la altura de cualquier capital del mundo.

Merece la pena detenerse en su bar para tomar un ron collins –un cóctel rico y refrescante–, en ese ambiente de madera noble y vitrinas antiguas que aún guarda el espíritu de los años treinta. La barra, de caoba maciza y artesonada, brilla todavía con la dignidad de aquella época. Tras ella, un aparador del mismo estilo –con repisas, vitrinas y molduras cuidadosamente restauradas– completa el conjunto. Allí, entre luces cálidas, ventanales amplios y mobiliario de época, uno comprende que la elegancia no necesita estridencias.

Desde esta esquina, retomamos la ruta por la calle Calzada y nos adentramos de lleno en el corazón de El Vedado. Aquí, el tiempo parece volverse más lento, como si cada una de las casas solariegas que encontramos quisiera detenernos para contarnos su propia historia. Atravesamos la Avenida Paseo siguiendo Calzada, y en la esquina con la calle 4 hacemos una breve parada para admirar la antigua residencia de la familia Goizueta.

La Casa de Catalina Laza, hoy conocida como Casa de la Amistad.
La Casa de Catalina Laza, hoy conocida como Casa de la Amistad. / Tribuna de La Habana

Allí vivió Roberto Goizueta, empresario cubano-estadounidense que emigró tras la nacionalización de las industrias en 1960 y que años después se convertiría en presidente y CEO (director ejecutivo) de The Coca-Cola Company, transformándola en una de las marcas más reconocidas del mundo. Su trayectoria, marcada por el rigor, la visión y el vínculo constante con sus orígenes, es otro ejemplo de cómo la historia de La Habana desborda sus límites geográficos.

Volvemos sobre nuestros pasos para subir por Paseo hacia la Plaza de la Revolución, y llegar entre las calles 17 y 19 a una de las joyas arquitectónicas más comentadas y admiradas del Vedado: la Casa de Catalina Laza, hoy conocida como Casa de la Amistad. Fue construida por su esposo, el hacendado Juan Pedro Baró, para honrar un amor que, en aquellos años, escandalizó a la alta sociedad –pues ambos estaban casados cuando se conocieron. Catalina, bella y rebelde, fue una figura influyente en la alta sociedad habanera. La casa, de estilo neorrenacentista italianizante, está rodeada de jardines y rematada por detalles de inspiración francesa. Dicen que Catalina hacía traer perfumes de París y flores de Italia, y que el aroma llegaba hasta la calle.

La casa funciona como centro cultural, con recepciones diplomáticas y eventos oficiales, pero todavía conserva ese aire de tragedia elegante, como de personaje de novela que aún no ha terminado de escribir su historia.

En 17 y E se erige el Museo Nacional de Artes Decorativas, que fue alguna vez morada de María Luisa Gómez-Mena.
En 17 y E se erige el Museo Nacional de Artes Decorativas, que fue alguna vez morada de María Luisa Gómez-Mena. / Tribuna de La Habana

Muy cerca, en 17 y E, se erige el Museo Nacional de Artes Decorativas, que fue alguna vez morada de María Luisa Gómez-Mena, condesa de Revilla de Camargo, heredera de una estirpe que tejió parte del tapiz económico y social de la Habana republicana. Hermana de José Gómez-Mena Vila, dueño de la ya mencionada icónica Manzana de Gómez, María Luisa habitó esta mansión como quien vive dentro de una joya: entre mármoles, tapices y porcelanas traídas de lejos, como si cada objeto cifrara una voluntad de eternidad. Aquella residencia no solo conserva mobiliario y ornamentos, sino un aire detenido, como si el tiempo se hubiese sentado también en sus salones a contemplar la belleza que se resiste a perecer.

Todo en El Vedado parece hecho para sugerir que La Habana fue, por unos años, una ciudad que no solo vivía el presente, sino que se atrevía a diseñar el futuro. Edificios, avenidas, casas y cafés componían un mosaico de modernidad tropical que no tenía equivalente en Hispanoamérica. Y ese sueño sigue latiendo, aunque desdibujado por la humedad, la espera y el silencio.

Hotel Nacional y los ecos de una ciudad que aún canta

Nuestro paseo termina donde tantos comenzaron su historia habanera: en el Hotel Nacional de Cuba, ese edificio que domina el malecón desde lo alto, con sus torres simétricas, sus palmeras peinadas por el viento y su aura de película en sepia. Inaugurado en 1930, fue diseñado por los mismos arquitectos del Breakers Hotel de Palm Beach, y su estilo mezcla el neocolonial estadounidense con detalles art déco y un aire mediterráneo reinterpretado para el trópico. Pero más allá de sus azulejos sevillanos, sus techos de madera oscura y ese aire de villa abierta al mar, lo que impresiona es su memoria.

El Hotel Nacional de Cuba domina el malecón desde lo alto, con sus torres simétricas.
El Hotel Nacional de Cuba domina el malecón desde lo alto, con sus torres simétricas. / 14ymedio

Por aquí pasaron presidentes, mafiosos, músicos, espías, actores de Hollywood y escritores malditos. Fue sede de conspiraciones, de conciertos íntimos, de fiestas discretas con vistas al mar. Si tienes tiempo, entra y pasea por sus salones. Observa las fotografías en blanco y negro colgadas en los pasillos. Escucha lo que aún se murmura entre las columnas del vestíbulo.

Desde allí, basta con girar la mirada para encontrar algunos de los edificios más icónicos del Vedado republicano. El Hotel Capri, con su silueta compacta, su icónica piscina en el piso superior, su célebre Salón Rojo de cabaret –inaugurado en los años 50– y sus leyendas de apuestas y cine negro, encarna la fusión de glamour y riesgo que marcó una época. Más allá, el Habana Libre, antes Habana Hilton, simboliza aquella Cuba que llegó a rozar la modernidad plena y que, tras 1959, cambió de rumbo para siempre. A poca distancia, el Hotel Riviera, fundado por Meyer Lansky –arquitecto del imperio mafioso del juego en Cuba y estrecho colaborador de Lucky Luciano–, se alza con líneas racionalistas embellecidas por curvas suaves, como un eco tardío del art déco camino de la modernidad. 

También a poca distancia del Hotel Nacional, domina el horizonte el Focsa, coloso de hormigón armado que fue, en su momento, el segundo edificio más alto del mundo construido íntegramente con este material. Con su concepción de uso mixto –viviendas, comercios y estudios de radio en una misma estructura–, se convirtió en uno de los hitos más admirables de la arquitectura moderna iberoamericana.

Club La zorra y el cuervo, en El Vedado.
Club La zorra y el cuervo, en El Vedado. / 14ymedio

Y al caer la noche, la ciudad cambia de tono: en La Rampa de la calle 23, entre luces de neón fatigado, todavía se escucha jazz. En algún club, como La Zorra y el Cuervo, un contrabajo suena, alguien canta boleros de espaldas al presente, y las parejas bailan como si lo hicieran por última vez. Todavía existen bares discretos, galerías, y terrazas donde la gente conversa como se conversa en La Habana: con humor, ironía y un fondo de tristeza orgullosa.

Más allá de este recorrido, quedarían por explorar los repartos de Miramar con su famosa 5ª Avenida, Siboney, Cubanacán, con sus antiguas residencias aristocráticas, embajadas y clubes exclusivos de los años del capitalismo. También las quintas escondidas en Marianao, las colonias industriales, las escuelas de arte, y los barrios que aún conservan nombres de azúcares, santos o caciques. Sería imposible recorrerlo todo sin dejar atrás algo importante. Pero eso también es La Habana: una ciudad que se escapa incluso a quien la camina entera.

Y es que La Habana no cabe en un solo paseo. Tampoco en una época ni en una memoria. Es muchas cosas a la vez: una ruina que aún guarda belleza, un desorden que se resiste al olvido, un pasado que no ha terminado de irse y un presente que se sostiene con orgullo callado.

La Habana es una ciudad que se escapa incluso a quien la camina entera.
La Habana es una ciudad que se escapa incluso a quien la camina entera. / Juan José Buiza Navarrete

A veces, basta con observar cómo una mujer cruza la calle, o el modo en que un joven –o un anciano– se ajusta la gorra antes de sentarse en el muro del Malecón, frente al mar. En esos gestos sobrevive una dignidad discreta, como si todos supieran, sin decirlo, que habitan entre los restos de una ciudad que fue extraordinaria. Y que, pese a todo, lo sigue siendo.

Como escribe Leonardo Padura en Ir a La Habana: “Esta ciudad no es fácil de entender ni de habitar, pero uno aprende a quererla como se quiere a lo que duele, a lo que nunca se olvida”. Quizás por eso, entre grietas y derrumbes, persisten algunas palabras, algunos silencios, y un ritmo que se niega a apagarse. Porque La Habana no debe morir.

Nota del autor: A mis amigos cubanos Jorge Mayor Ríos, Carlos Suárez Murias y Roberto Cruz Legón, que me enseñaron a mirar a La Habana desde la crítica y el amor.

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