Testigo de la lluvia

Literatura

Con el tiempo y los incontables saltos, la obsesión había terminado por pesar más que el propio recuerdo

Con los años, dejó de saltar con la esperanza de cambiar el pasado; ahora viajaba solo para ser testigo de lo inevitable.
Con los años, dejó de saltar con la esperanza de cambiar el pasado; ahora viajaba solo para ser testigo de lo inevitable. / 14ymedio
Milton Chanes

09 de agosto 2025 - 12:30

Berlín/Cinco años habían pasado desde aquel primer salto en el tiempo. Diecisiete años desde la primera vez que perdió a Ana en aquel absurdo y cruel accidente.

Ahora, cansado y consumido, apenas se reconocía en el reflejo de aquel hombre que alguna vez soñó con desafiar su destino. Tras incontables intentos y viajes —cada uno impulsado por la esperanza irracional de hallar una grieta en la fatalidad— había llegado a una certeza amarga: cualquier intervención solo aceleraba la tragedia, o peor aún, lo convertía en una pieza indispensable de esa cadena implacable. Era como si el tiempo, lejos de apiadarse, respondiera a su rebeldía con un castigo cada vez más cruel, devolviéndolo una y otra vez al mismo desenlace. Ana moría siempre, su cabeza golpeando el parachoques del viejo Chevrolet Bel Air del 54, conducido, invariablemente, por la misma persona.

Con el tiempo y los incontables saltos, la obsesión había terminado por pesar más que el propio recuerdo. Ya no estaba seguro de qué era lo que amaba realmente: si a Ana o a la posibilidad, siempre esquiva, de salvarla. Se parecía cada vez más a ese jugador que, aun habiéndolo perdido todo, insiste en apostar una vez más, convencido de que la próxima vez la suerte, por fin, estará de su lado.

Nadie en el laboratorio sospechaba de sus incursiones nocturnas. Oculto tras la rutina anodina del encargado de limpieza, se había vuelto prácticamente invisible para todos. Esa invisibilidad, cultivada con paciencia a lo largo de los años, le permitió convertirse en un experto clandestino en el manejo de la máquina. Aprovechaba cualquier descuido —una puerta entreabierta, una clave anotada al descuido en una hoja— para colarse en los sectores vedados y activar el mecanismo en secreto, siempre regresando antes de que nadie notara su ausencia. A diferencia de los viajeros oficiales, él no recibía tratamientos regenerativos: cada salto dejaba su marca, y su cuerpo, cada vez más ajeno, sentía el desgaste acumulado del tiempo.

Con los años, dejó de saltar con la esperanza de cambiar el pasado; ahora viajaba solo para ser testigo de lo inevitable, escrutando los detalles repetidos en busca de una fisura salvadora, aunque el final fuera siempre el mismo.

La obsesión lo había condenado a ser un espectador perpetuo de su propia derrota.

Ya no intervenía: solo estudiaba, una y otra vez, la coreografía inmutable de la tragedia. Se limitaba a ser testigo

Ya no intervenía: solo estudiaba, una y otra vez, la coreografía inmutable de la tragedia. Se limitaba a ser testigo —a veces a pocos metros, otras veces a media cuadra—, observando cómo Ana moría, siempre igual, bajo la lluvia. 

Anotaba cada paso, cada gesto, cada sombra de esa noche interminable; llenó cuadernos con esquemas, cronometró los intervalos, memorizó los rostros de los testigos, como si eso pudiera ofrecerle alguna respuesta.

Pero ya no era cuestión de voluntad: su cuerpo, agotado, apenas soportaría un salto más sin los cuidados adecuados. La resignación fue creciendo a medida que el cansancio se volvía insostenible. Sabía que tal vez solo le quedaba energía para un último viaje en el tiempo. Quizá, a lo sumo, podría aspirar a ser solo un observador más en la última función de su propia tragedia.

No siempre elegía el mismo lugar para presenciar la escena. A veces, se resguardaba bajo un paraguas en la acera de enfrente, con la mirada fija en la esquina y la puerta del café. Otras, se ocultaba en la parada de autobús, buscando la mejor perspectiva sin ser detectado por sus propias versiones más jóvenes. En ocasiones, se refugiaba en algún portal oscuro o en la entrada de un comercio, observando a través del reflejo empañado de los cristales. Incluso llegó a esperar dentro de un taxi, contemplando la esquina fatal como si fuese el escenario de una obra que se repite hasta el hastío.

Probó todos los ángulos, todos los puntos ciegos; estudió el ritmo del barrio, el titilar de las luces, los reflejos dispersos sobre el asfalto mojado. Nada cambiaba: la escena siempre desembocaba en el mismo desenlace.

A veces sentía que la escena misma lo rechazaba, como si nunca pudiera abarcarla por completo: siempre había algo fuera de foco, una silueta que se desvanecía, una frase que se perdía en la lluvia.

En las noches más solitarias, se quedaba largo rato frente al café, observando desde la sombra cómo su yo más joven aguardaba a Ana junto a la ventana, ajeno a todo, absorto en una esperanza que ya no le pertenecía. Durante esas vigilias, a veces tenía la impresión de que el dueño de la cafetería, desde el fondo de la barra, lo escrutaba con una curiosidad silenciosa, como si intuyera que ese cliente callado y esquivo arrastraba consigo un secreto antiguo. Había algo en esa mirada —quizá una mezcla de desconfianza y un eco de familiaridad— que lo perturbaba. Por momentos, sentía que el dueño adivinaba que él no pertenecía del todo a ese lugar, que era un intruso en su propio tiempo, un visitante llegado de otra vida.

Así, repitiendo el ciclo de la tragedia —siempre testigo, nunca salvador—, fue perdiendo fuerzas, deseos y hasta la esperanza. Cada salto lo dejaba más exhausto, más distante de sí mismo. Sabía que su cuerpo no resistiría muchos viajes más. Empezó a aceptar la necesidad de un corte definitivo, de abandonar para siempre esa vida de espectador obsesivo.

Por eso decidió intentarlo una última vez: un salto lo más lejano posible en el tiempo, en busca de una salida definitiva

Por eso decidió intentarlo una última vez: un salto lo más lejano posible en el tiempo, en busca de una salida definitiva, quizá del olvido. Pero mientras ajustaba los controles de la máquina, una duda inesperada lo detuvo: ¿de verdad quería marcharse para siempre, o solo deseaba verla una vez más? Tal vez —pensó, con un temblor desconocido—, la última despedida era lo único que aún podía elegir.

Un día, comprendió que para romper el ciclo debía mirar más allá del instante fatal: buscar pistas antes y después del momento crucial, explorar ramificaciones del tiempo que hasta entonces le habían estado vedadas. Solo veía una salida: retroceder aún más, aun sabiendo que eso podía significar quedar atrapado en el pasado para siempre. ¿Para qué regresar, si Ana ya no estaría allí para recibirlo? La pregunta le dolía, pero la posibilidad de descubrir un sentido oculto en los días previos a la tragedia, o de hallar algún hilo suelto capaz de alterar el destino, se volvió irresistible ante la certeza de su propia ruina.

En aquellos días previos, el laboratorio hervía con una actividad inusual. Técnicos y científicos se turnaban hasta altas horas, absorbidos en ajustes y calibraciones que rara vez explicaban del todo. ¿Habrían notado sus ausencias? ¿Lo habrían descubierto, al fin? Acostumbrado a moverse entre sombras, percibía luces encendidas a deshora, voces susurradas, un nerviosismo palpable en el ambiente. Quizás —pensó— algo en el sistema estaba fallando, una inestabilidad fuera de su control.

Sin embargo, lo que más le inquietaba era su propia sensación de desarraigo. Apenas distinguía ya en qué época vivía. Veía más gente en el pasado —una y otra vez, en los mismos lugares y fechas— que en cualquier interacción presente. Le costaba cada vez más saber qué era el futuro, o si el futuro, para él, seguía existiendo.

Sentía que su cuerpo ya no soportaría muchos saltos más. Por eso, deseaba ir tan lejos como fuera posible, aunque eso implicara quedar atrapado en el pasado y no poder regresar jamás. Sabía, por rumores, que había una forma de conseguirlo, aunque ignoraba cómo hacerlo. En el fondo, deseaba que este fuera su último salto. Y sin embargo, también sabía que, en cada viaje al pasado, algo en su mente se agudizaba: su cerebro parecía rejuvenecer, dotándolo de una lucidez casi sobrenatural, mientras que su cuerpo, cada vez más cansado, se resentía con cada regreso.

Aquella noche, mientras programaba la máquina para el salto final, creyó por fin saber qué debía hacer para perderse en el pasado

Aquella noche, mientras programaba la máquina para el salto final, creyó por fin saber qué debía hacer para perderse en el pasado. De repente, se escucharon pasos en el pasillo. Alguien se acercaba a la sala. Se escondió tras un escritorio justo a tiempo. Vio unos pies detenerse en la entrada, titubeando. La puerta se abrió y se cerró despacio. La persona se aproximó a la máquina; solo podía ver sus zapatos, sin entender bien qué hacía. Escuchó un sonido electrónico, quizá un intento de apagar el dispositivo. Después, la figura se marchó tan silenciosamente como había llegado. ¿Iba a buscar a alguien más? No tenía tiempo para averiguarlo. Debía actuar o sería descubierto.

En su prisa, apenas revisó los controles: una luz titiló más de la cuenta, una cifra parpadeó fuera de lugar. El miedo y el cansancio superaron a la cautela. Pulsó los comandos casi por inercia, confiando en la costumbre más que en la certeza. No supo si fue el agotamiento, el temor o simplemente un error, pero en ese instante activó el mecanismo.

Solo más tarde comprendería que aquel salto lo había arrojado mucho más atrás en el tiempo de lo que había planeado —y que, tal vez, esta vez sí no habría regreso.

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