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Soy un hombre del disco

Naufragios

Ya no es usual tener vinilos y pocos saben que lo que se grabó hace 50 años todavía se escucha, y mucho mejor que lo reciente

Glenn Gould, que se retiró a los 32 años y murió a los 50, fue uno de los primeros fetichistas del vinilo / The Glenn Gould Foundation
Xavier Carbonell

14 de julio 2024 - 16:20

Salamanca/“Soy un hombre del disco”, decía el pianista canadiense Glenn Gould a quienes lo acusaban de preferir los vinilos a los conciertos. La tensión del escenario, las manos sudorosas, la posibilidad de que el dedo o la mente resbalaran sobre el teclado le parecían –y fue el intérprete más hábil de los últimos cien años– un pequeño infierno. El disco, con su silueta pulcra y su brillo negro, es un espacio donde la música se extiende sin la interferencia de los otros. Soledad y matemática, el arte como alquimia privada, sin testigos, sin obstáculos, y cifrado en la placa.

Gould –que se retiró a los 32 años y murió a los 50– fue uno de los primeros fetichistas del vinilo y una especie de santo patrón para los coleccionistas. El filósofo George Steiner, en su casa de Cambridge, tenía una portentosa compilación de discos junto a su biblioteca y su juego de ajedrez. No había visita que no disfrutara de un brandy mientras giraban los discos de Mahler o Schönberg, sobre los cuales disertaba el rabino laico.

Ya no es usual tener vinilos en la casa. Para muchos son trozos de plástico inútil; otros ni siquiera saben que lo que se grabó hace 50 años todavía se escucha, y mucho mejor que lo reciente. No olvido el tocadiscos que había en casa de mi abuela. Fue perdiendo barniz, cascarón y aguja, hasta que desapareció por completo. Sobrevivieron los vinilos, que un día mi abuelo me entregó en una bolsa polvorienta. Los atesoré hasta que pude encontrar un equipo donde escucharlos. No había mucho valioso, algunas cosas de Bola de Nieve e Irakere, y unos valses de Strauss, pero fueron mis primeros discos.

Con el tiempo disfruté de una gran colección de vinilos, la de la biblioteca en la que trabajaba. No eran míos pero sí lo eran

Crecí escuchando música. Me llevaban a las retretas de la banda –donde tocaba mi abuelo– y aprendí solfeo, aunque nunca quise ser músico. “Todo esto es para la cultura”, decía el viejo, y yo imaginaba la cultura como un animal benévolo al que había que alimentar y tener siempre bien cuidado. Con el tiempo disfruté de una gran colección de vinilos, la de la biblioteca en la que trabajaba. No eran míos pero sí lo eran. Organicé las más de 300 placas que tenía a mi cargo, y cada día, cuando se cerraban las puertas y se marchaba el último lector, me quedaba un rato frente al tocadiscos oyendo a Bach, a Beethoven –el Emperador dirigido por Bernstein, una de las mejores interpretaciones– y Holst, pero también a Lecuona, Ignacio Cervantes y Chucho Valdés.

Daniel Barenboim dice que la mejor música emana de un gran silencio. Yo encendía el tocadiscos cuando empezaba a caer el sol sobre los cristales de la biblioteca, y tras el crujido inicial de la aguja sobre el plástico –ese sonido que es la delicia de los fetichistas– las notas rompían la quietud entre las estanterías de madera.

“Nada existe fuera del tiempo: en la música, como en la vida, se da una conexión indivisible entre 'tempo' y sustancia”

Los vinilos son demasiado grandes como para que un exiliado los lleve consigo. Se combarían dentro del equipaje y no vale la pena correr el riesgo de que se partan. Los discos, como las bibliotecas, no pueden ir a ningún lado excepto al recuerdo. Cuando mi biblioteca de Salamanca estuvo lo suficientemente nutrida, comencé mi colección de vinilos. Tampoco en Europa son populares, pero se pueden ir comprando sin demasiado menoscabo para el bolsillo, y un tocadiscos cuesta lo mismo que dos o tres cenas en un restaurante. Si se quiere escuchar música en una moderna Victrola o en un equipo Sony, se puede.

“Nada existe fuera del tiempo: en la música, como en la vida, se da una conexión indivisible entre tempo y sustancia”, es otra de las máximas de Barenboim, nunca más real que cuando la placa gira y uno –para jugar– cambia la cantidad de revoluciones por minuto. La voz y la melodía se retrasan, se vuelven pastosas y dilatan el ritmo. No es un ejercicio recomendable para la salud del tocadiscos, pero el resultado es desternillante con una canción de The Beatles o Queen.

Buscando durante meses, como un sabueso, di con la primera edición en España de Blind Faith, un disco maldito de 1967. En su portada, perfectamente conservada, Erick Clapton hizo colocar a Mariora Goschen, una lolita en cueros que las disqueras estadounidenses no pudieron soportar. También tengo Venus, el single de 1969 de Shocking Blue. Aunque los vendedores no suelen tener demasiada música clásica ni jazz, conseguí mi añorado Emperador, un concierto de Von Karajan en Madrid, Vivaldi, Kind of Blue –cómo no iba a comprarlo– de Miles Davis y, por el insultante precio de un euro, un disco de Memphis Slim.

Pero nadie se equivoque: mi mayor orgullo es tener todo lo que importa de Daft Punk en sus primeras ediciones

Pero nadie se equivoque: mi mayor orgullo es tener todo lo que importa de Daft Punk –el dúo de robots franceses– en sus primeras ediciones y el recién adquirido Back to Black, de Amy Winehouse. Si alguien me pidiera salvar algo de la música de los últimos 25 años, tendría a mano ambos nombres. El ritual del vinilo, que los artistas más recientes siguen respetando, implica romper el forro de nailon, abrir el cartón –siempre crepita, como un libro– y sacar, con cuidado de solo tocar los bordes, la placa.

Como fumar puros, como leer, como viajar con una Polaroid o un cuaderno de bocetos, oír música en tocadiscos se suma al inventario de lo que todo el mundo considera extravagancias o cosas de ricos. Nada más lejos. Y si me tocan, como Gould, esa tecla, me defiendo con una de sus famosas excusas: “No, no soy en absoluto un excéntrico”. Lo excéntrico es dar un disco por obsoleto y destruirlo.

Hace poco entré a un lugar donde hay vinilos, pero no en su estuche sino colgados en la pared. Cierta clase de vándalos ha dado con un método para recortar la placa y hacer diseños cool, como la silueta del Che Guevara o del Empire State. Mi desolación fue total al enterarme de que es una moda –también en Cuba–, y de que la máxima aspiración juvenil es contar con un reloj o un adorno fabricado tras mutilar un viejo disco. Declaro, en nombre de todos los coleccionistas, que estamos en Defcon-1: guerra total e inmisericorde contra los profanadores de vinilos. Infantería, caballería y artillería. Quedan advertidos.

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