Entre dos mundos
Literatura
Esta historia está inspirada en hechos reales. Dejo en manos del lector la tarea de adivinar qué hay de cierto y qué proviene de la imaginación
Berlín/Esta historia, inspirada en hechos reales, ha sido modificada por razones que prefiero guardar para mí. Dejo en manos del lector la tarea —o el juego— de adivinar qué hay de cierto y qué proviene de la imaginación.
Todo sucedió hace nueve años, en un conocido hotel de Alexanderplatz. Por entonces, esa zona de Berlín no era muy diferente de la actual: bulliciosa y luminosa, envuelta en ese aire ambiguo que oscila entre el peso de la historia y el vértigo del futuro.
El hotel, majestuoso y enorme, se antojaba el refugio perfecto para quienes buscaban explorar la ciudad y perderse en la red inagotable de transportes que confluyen en el corazón de la capital alemana.
Una noche, sin embargo, la estancia de Alex tomó un giro inquietante. Había sido un día extenuante; sentía un cansancio profundo, como si cada músculo pesara el doble. En plena madrugada, se despertó de pronto, sin motivo aparente, con esa sensación inexplicable de que algo —o alguien— lo observaba en la oscuridad. La habitación, aunque sin persianas, permanecía casi a oscuras gracias a las cortinas gruesas; el silencio era tan denso que apenas se filtraba el lejano murmullo de la ciudad. Pero algo era distinto: Alex sentía, de manera inexplicable, que no estaba solo.
Permaneció inmóvil unos segundos, conteniendo la respiración. La inquietud, al principio vaga, fue creciendo hasta volverse insoportable. Giró lentamente la cabeza y, a los pies de la cama, distinguió una silueta menuda. ¿Un niño? Por un instante, quedó paralizado; luego, el pánico se apoderó de él y soltó un grito que, en su mente, debió resonar en todo el hotel. Sin embargo, nadie acudió.
Aterrorizado, le ordenó al niño que se marchara, la voz quebrada por el miedo. Gritó una y otra vez, buscando desesperadamente una reacción lógica: un sobresalto, un llanto, una huida. Pero el pequeño seguía allí, inmutable, ajeno a los gritos, con la mirada perdida y los ojos opacos, como si mirara a través de él o estuviera atrapado en un sueño inquietante. Esa quietud absoluta terminó de descomponer a Alex, que, con el corazón desbocado, saltó de la cama y corrió a la puerta.
Aterrorizado, le ordenó al niño que se marchara, la voz quebrada por el miedo. Gritó una y otra vez, buscando desesperadamente una reacción lógica
La abrió de par en par, sin dejar de gritar, tratando de imponerse al miedo y a la situación absurda. Señaló hacia el pasillo con la voz rota:
—¡Sal de aquí! ¡Vamos, fuera! ¡Esta no es tu habitación!
El niño se movió finalmente, pero lo hizo de una forma extraña, inquietantemente lenta. Atravesó el umbral con paso vacilante y, ya en el pasillo, se detuvo. Durante un segundo interminable, se volvió y lo miró con la misma expresión ausente, los ojos hundidos en la penumbra.
Alex cerró la puerta con fuerza y la sostuvo unos segundos, temblando. El silencio que siguió acentuó la irrealidad de lo ocurrido. Cuando por fin se atrevió a soltar la puerta, trató de buscar una explicación racional: quizá el niño se había equivocado de habitación, tal vez él mismo, agotado, no cerró bien la puerta. Miró por la mirilla: el pasillo estaba vacío; solo la luz fría de las lámparas y el eco de su respiración lo acompañaban. Siguió observando un instante, hasta que la iluminación del pasillo se apagó de golpe, devolviendo el silencio a la oscuridad.
“Pobre chico”, pensó, intentando convencerse de que todo había sido un accidente nocturno, una confusión como tantas en hoteles llenos de viajeros y familias. Sin embargo, la culpa y la duda se enredaban con el miedo reciente.
Intentando recuperar el control, volvió a la cama y encendió la lámpara de noche. Repasó con la mirada cada rincón de la habitación: el armario, el baño, la puerta de comunicación —esa segunda puerta, casi inadvertida, que conectaba con el cuarto contiguo—, y el espacio junto a la ventana. No quedaba nadie, solo él y el eco de la extrañeza.
Aún inquieto, tomó el teléfono e intentó llamar a recepción. Marcó varias veces, pero nadie contestó. La línea muerta acrecentó su incomodidad, aunque se convenció de que, a esas horas, probablemente el personal estaría ocupado o ausente. Dejó el teléfono, suspiró, y poco a poco el temblor en sus manos fue cediendo. Se dijo que al día siguiente se reiría de todo aquello, lo contaría como una anécdota increíble, digna de esos hoteles con demasiadas habitaciones y demasiadas historias propias.
Se repitió, como un mantra, que debía de haber una explicación lógica: el niño se habría equivocado de puerta, él la habría dejado mal cerrada, y toda esa tensión era solo resultado del cansancio y una noche fuera de lo común. Con ese pensamiento, apagó la luz y se recostó. Sin embargo, algo dentro de él —una inquietud punzante— le decía que el verdadero descanso, esa noche, aún estaba lejos.
Entonces, un golpe seco interrumpió el silencio. Alguien llamaba a la puerta. Esta vez, el sonido venía de la parte baja, como si unas manos pequeñas tamborilearan con insistencia. Alex se incorporó de un salto y clavó la mirada en la entrada. El golpeteo, suave pero obstinado, se repitió, llenando la habitación de un nerviosismo sordo.
Un golpe seco interrumpió el silencio. Alguien llamaba a la puerta. Esta vez, el sonido venía de la parte baja, como si unas manos pequeñas tamborilearan con insistencia
Mezclando enfado y preocupación —al fin y al cabo, seguía siendo solo un niño—, Alex se levantó y fue hasta la puerta. Al abrirla, ahí estaba él, plantado en el mismo sitio, mirándolo con esos ojos perdidos, desprovistos de todo asombro o miedo.
"¿Será sonámbulo?", pensó Alex, ya más desconcertado que asustado. Echó un vistazo al reloj digital: 1:27 de la madrugada. Se esforzó por controlar el temblor en la voz y habló con firmeza:
—Vete, esta no es tu habitación. Busca ayuda en recepción, yo no puedo ayudarte.
Cerró la puerta con decisión, casi con alivio.
No había terminado de alejarse cuando el golpeo regresó, más fuerte, casi desafiante, como si quisiera probar sus límites. Esta vez, Alex perdió los estribos. Abrió la puerta de golpe y le gritó, desbordado por la mezcla de miedo y agotamiento:
—¡Que te vayas! ¡Ya me estás cansando!
Volvió a cerrar de un portazo y aseguró la cerradura, quedándose un instante apoyado contra la puerta, con el corazón retumbando en el pecho, esperando otra llamada, otro sonido. Y entonces, en el silencio espeso, lo escuchó: un leve clic metálico, distinto, procedente del interior de la habitación. Era el picaporte de la puerta de comunicación con el cuarto contiguo, aquella en la que apenas había reparado hasta ese momento. Alguien, desde el otro lado, intentaba abrir también esa cerradura. El pomo vibraba suavemente, transmitiendo una sensación de desasosiego aún mayor.
—Mierda… —murmuró, apenas audible, mientras el temblor persistía en sus manos.
Miró el reloj: 1:43. Sabía que sería imposible volver a dormirse. Quizá lo más sensato sería bajar a recepción y avisar en persona; al fin y al cabo, el niño probablemente solo estaba perdido, buscando la habitación de sus padres.
Mientras se alejaba de la puerta, de pronto percibió un nuevo intento de abrirla desde el pasillo: escuchó pasos, voces apagadas, el inconfundible roce de la manija, como si varias personas forcejearan ahora para entrar. Ya no era solo el niño: había más gente, murmullos impacientes y tensos al otro lado. Un súbito enfado, mezclado con cansancio, le recorrió el cuerpo. Sin pensarlo, buscó la bata colgada en el baño y cruzó la habitación a zancadas, decidido a enfrentarse, por fin, a quien fuera.
Abrió la puerta de golpe, pero el pasillo estaba completamente vacío. Solo el silencio espeso y la luz del pasillo. Por un instante, dudó de sus propios sentidos.
En ese momento, el ascensor zumbó suavemente en el extremo del corredor.
Convencido de que debía poner fin a la situación, decidió ir a recepción a quejarse. Prefirió no esperar al ascensor y se encaminó hacia la escalera. Eran apenas tres plantas. A medida que descendía, se asomaba a cada rellano y recoveco, buscando alguna señal del niño, o de quien fuera que rondaba el hotel esa noche. Pero el corredor permanecía desierto y extraño, como un escenario abandonado tras la última función.
Al llegar a la planta baja, el resplandor de los espejos y la pulcritud del vestíbulo lo envolvieron en una calma engañosa. Reflejada en el gran espejo de la entrada, distinguió a la recepcionista conversando con una pareja. La mujer parecía alterada, el hombre tenía el ceño fruncido y gesticulaba con impaciencia. Alex ralentizó el paso, dudando si interrumpir, atento a los fragmentos de conversación que empezaba a distinguir…
Mientras se acercaba, Alex empezó a captar fragmentos de la conversación, arrastrados hasta él por el aire quieto del vestíbulo.
Mientras se acercaba, Alex empezó a captar fragmentos de la conversación, arrastrados hasta él por el aire quieto del vestíbulo
—Esto es una locura —decía el hombre, la voz cargada de indignación—. Alquilamos dos habitaciones contiguas, conectadas por una puerta, precisamente para que nuestro hijo, que solo tiene seis años, pudiera moverse con libertad. ¿Cómo puede ser que haya salido solo al pasillo? ¡Se supone que la puerta de su habitación está cerrada al pasillo y solo puede ir a nuestra habitación!
La mujer, claramente alterada, asentía con insistencia.
—Lo peor —añadió con voz temblorosa— es que nuestro hijo asegura que, al volver de la nevera —fue a buscar agua a nuestra habitación—, encontró a alguien durmiendo en su cama. Dice que un hombre lo echó a gritos y cerró la puerta con seguro. Después intentó volver a entrar, golpeó, llamó… pero la puerta no se abría.
—Llamó a nuestra puerta y lo encontramos solo en el pasillo. Nosotros mismos intentamos abrir la puerta desde nuestra habitación, pero estaba bloqueada —explicó la madre, visiblemente alterada.
La recepcionista negó con la cabeza, incrédula, aferrando la libreta entre las manos como si buscara en ella alguna respuesta.
—Eso es imposible, señores. Nadie más tiene acceso. La habitación está registrada a su nombre. Las cerraduras son electrónicas, no pueden abrirse sin la tarjeta.
El niño, pálido, con los ojos muy abiertos y la mandíbula apretada, se escondía detrás de su madre, aferrado a su mano.
—Dime, cariño, ¿cómo era el hombre que viste en tu cama? —preguntó la madre, agachándose para buscar sus ojos.
El pequeño dudó un instante, tragó saliva y, finalmente, levantó el brazo, señalando hacia Alex, que en ese momento permanecía junto al mostrador, observando la escena a la distancia.
—Era él —susurró, con la voz temblorosa, como si todavía temiera encontrarse con esa figura.
En ese instante, todos —los padres, la recepcionista— giraron hacia Alex. Pero sus miradas pasaron a través de él, como si fuera aire. Nadie reaccionó. Alex, desconcertado, se volvió hacia el gran espejo tras la recepción… y solo entonces sintió el verdadero escalofrío: en el reflejo, estaban la pareja, el niño y la recepcionista, pero él no aparecía por ninguna parte.
El vestíbulo se llenó de un silencio denso y opresivo. Por primera vez en toda la noche, el miedo lo invadió por completo, absoluto, imposible de negar ni de explicar. Sintió, con una certeza gélida, que algo se había quebrado en la lógica de la realidad, y comprendió —como se comprenden las cosas en los sueños— que hay historias que nunca encuentran explicación.